El infarto cerebral es la necrosis de una región determinada del cerebro, es decir, la muerte de células y tejidos por la disminución o por la interrupción del flujo de sangre y de oxígeno al cerebro durante un período amplio de tiempo.
Cuando el cerebro no recibe una cantidad suficiente de oxígeno y sangre pueden producirse accidentes cerebrovasculares isquémicos. Suelen producirse por la presencia de coágulos sanguíneos que bloquean el riego cerebral.
Estos bloqueos de la circulación pueden deberse a distintas causas, siendo las más comunes: las trombosis (formación de un coágulo dentro de un vaso sanguíneo), los émbolos (masas similares a los trombos que son transportadas por la sangre) y la estenosis u oclusión carotídea aterosclerótica.
Tanto la localización del tejido infartado como los síntomas y signos determinados de tal lesión dependen de las arterias afectadas. Mediante la tomografía computarizada (TC) y las imágenes por resonancia magnética (IRM) se puede identificar dónde se sitúan y qué gravedad tienen los daños.
Los infartos cerebrales y distintos accidentes cerebro-vasculares pueden provocar diferentes síntomas en función de la región del cerebro a la que afecten. Los infartos cerebrales se asemejan a los traumatismos craneoencefálicos y las enfermedades neurodegenerativas.
Entre las consecuencias y secuelas más comunes que provoca el infarto cerebral se encuentran alteraciones en la coordinación, en la motricidad en su conjunto, en el lenguaje (sobre todo en el habla), las náuseas, los vómitos y los dolores de cabeza, por lo general cefaleas.
Las alteraciones del habla suelen darse cuando el tejido infartado se sitúa en el lóbulo izquierdo del cerebro, en el cual se localizan las estructuras implicadas en la comprensión y la producción del lenguaje. Además de estos síntomas se suelen encontrar daños en el tronco cerebral consistentes en: déficits motores (por ejemplo parálisis oculomotora parcial), ataxia (falta de coordinación muscular), vértigo, disfagia (dificultades para tragar) y disartria (problemas de articulación de fonemas).
Si se da un infarto cerebral es de vital importancia que sea atendida por médicos lo antes posible, puesto que, cuanto antes se resuelva el bloqueo de sangre y oxígeno, menor será la necrosis y, por tanto, minimizará la gravedad de las consecuencias.
Si se da la recuperación de la peor fase, se tendrá que hacer determinadas rehabilitaciones y lo más seguro es que tenga que ser ayudado a manejar los síntomas cognitivos y conductuales derivados del infarto cerebral.
Infarto cerebral por accidente
El caso que trataremos hoy es el de un trabajador fallecido durante su traslado “en misión” de Madrid a Málaga, quien estaba casado y tenía tres hijos.
Durante el desplazamiento, el trabajador se encontraba repentinamente cansado, por lo que acudió a un hotel. Sintiéndose mal, cada vez peor, avisó de su situación con un habla que se caracterizaba por ser cada vez más inentendible. Tuvo que ser llevado al hospital y se le diagnosticó que estaba sufriendo un infarto cerebral. Más tarde cayó en coma y pasado unas horas, murió. Fue reconocido por los servicios médicos de la mutua, que en su momento le reconocieron apto para su puesto de trabajo habitual.
Al estar casado y tener tres hijos, el Instituto Nacional de la Seguridad Social le reconoció a la mujer una pensión de viudedad de 2.050 euros.
Reclamación de indemnización por accidente laboral
La mujer decidió demandar al Instituto Nacional de la Seguridad Social, a la Tesorería General de la Seguridad Social, a la empresa y a la mutua donde trabajaba su marido. Su demanda fue admitida, fue contestada, y se fue a juicio.
Se dictó sentencia en la que se destacaba que:
“la presunción contenida (la Ley General de la Seguridad Social) abarca a las lesiones que sufra el trabajador durante el tiempo y el lugar de trabajo, y no sólo a los accidentes en sentido estricto, sino también a las enfermedades que se manifiesten durante el trabajo en las circunstancias antes descritas, y que tal presunción sólo queda desvirtuada cuando hayan ocurrido hechos de tal relieve que sea evidente a todas luces la absoluta carencia de relación entre el trabajo que el operario realizaba, con todos los matices físicos y psíquicos que lo rodean, y el siniestro; lo que tratándose de enfermedades requiere que éstas, por su propia naturaleza, no sean susceptibles de una etiología laboral o que dicha etiología pueda ser destruida mediante prueba en contrario.
Por otra parte el Tribunal Supremo ha construido la figura del accidente en misión –derivado del accidente «in itinere»– en el que se amplía la presunción de laboralidad a todo el tiempo en que el trabajador, en consideración a la prestación de sus servicios, aparece sometido a las decisiones de la empresa, incluso sobre su alojamiento, medios de transporte, etc. De tal modo que el deber de seguridad, que es una de las causas de responsabilidad empresarial, abarca a todo el desarrollo del desplazamiento y de la concreta prestación de los servicios, no produciéndose ruptura del nexo causal entre trabajo y daño corporal si el trabajador observó una conducta concorde con los patrones usuales de convivencia o comportamiento del común de la gente.”
Finalmente se estimó la demanda interpuesta, condenándose a los codemandados al pago de la base reguladora de 2.400 euros e indemnización a tanto alzado de esa base reguladora.
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